La historia de la fertilidad, unida por su misma esencia a la existencia del hombre, ha estado envuelta durante miles de años en un aura mágica, a medio camino entre lo humano y lo divino. Como consecuencia, la infertilidad se ha vivido a lo largo de la historia como una amenaza para la supervivencia, constituyendo un gran problema social y médico.
Ya en el Paleolítico se ensalzaba la figura de la mujer como procreadora, así lo atestiguan las estatuillas femeninas halladas en este periodo, figuras de pocos centímetros de altura, de piedra, que resaltan extraordinariamente el vientre y los senos, y en las que las piernas y los brazos son insignificantes y la cabeza carece de rasgos aparentes.
En el Neolítico, el cambio de una sociedad nómada y cazadora a otra sedentaria y agricultora otorgó más protagonismo a la figura femenina. Es en este momento cuando se establece un vínculo entre la fertilidad de la tierra y la fecundidad de la mujer.
La mujer tiene en esta época un papel central, relacionando directamente la fertilidad con la capacidad de fecundidad de las tierras donde vivían. La copulación se comparaba con la siembra y la lluvia, la concepción con la germinación, la gestación con la maduración y el nacimiento con la cosecha. Tanto la mujer como la tierra producían vida y nutrían a sus criaturas.
En el Mediterráneo oriental (Egipto, Fenicia, Frigia y Grecia), empezaron a venerarse a diosas como ISIS, Cibeles y rea, consagradas a la fecundidad vegetal, animal y humana.
En la Anatolia central y mediterránea (Turquía) , las mujeres tenían unas danzas rituales para honrar los poderes mágicos que les otorgaban el don de la procreación.
En las antiguas Grecia y Roma existían diferentes danzas de la fertilidad basadas en movimientos de caderas y vientre.
En Chipre, lugar de nacimiento de Afrodita, la diosa griega del amor y la fertilidad, las mujeres realizaban danzas rituales s acompañadas de cantos y percusiones.
El papiro Kahoun es el texto médico más antiguo conocido, y quizá el primer tratado de ginecología (1900 a C). Los egipcios destacaron en el desarrollo del diagnóstico precoz del embarazo tratando granos de trigo con orina de las mujeres embarazadas. La técnica consistía en que las mujeres supuestamente grávidas debían orinar sobre una mezcla de trigo y cebada combinada con arena y dátiles; si los granos germinaban (por la acción de la gonadotropina coriónica humana), estaba embarazada; en este caso, si solo crecía el trigo, el hijo sería varón y si sólo crecía la cebada, sería mujer.
En Egipto la mujer gozaba de un estatus legal similar al del hombre, y la infertilidad no se consideraba un castigo divino, como en otras civilizaciones, sino una enfermedad que debía ser diagnosticada y tratada. Ellos ya sabían que no todos los casos de infertilidad eran de origen femenino puesto que en varios relatos e historias mitológicas se alude a la infertilidad masculina.
Sin embargo, y a pesar de sus conocimientos, los egipcios también vieron en los dioses un modo de invocar y asegurar la fertilidad
Entre los hebreos predominaba la noción del pecado original. Las mujeres tenían pocos derechos y libertades, y podían ser repudiadas por los varones. La infertilidad se consideraba un castigo divino y se atribuía siempre a la mujer; la infertilidad masculina no era reconocida. El embarazo, en cambio, se consideraba un regalo de Dios.
Los griegos pensaban que la buena salud era clave para la fecundidad, y que una alimentación a base de frutos secos, legumbres y cereales propiciaba la gestación.
En Roma, el papel de los dioses era tan importante como en Grecia. En la época romana anterior a la moral cristiana, se afrontaban con cierta normalidad algunos aspectos relacionados con la sexualidad y las representaciones fálicas no sólo estaban toleradas, sino que se creía que aportaban suerte y protección, además de fertilidad.
En la Edad Media, la procreación se consideraba como algo necesario, por eso los médicos de esta época utilizaron distintas recetas para diagnosticar el origen de la infertilidad, atribuida siempre a la mujer en occidente. Así la causa de infertilidad debía buscarse en la obesidad, en un excesivo calor o humedad o en una desproporción de los órganos genitales.
El Renacimiento marcó un periodo de progreso científico. En 1677 el científico holandés Anthony van Leeuwenhoek sería el primero en visualizar espermatozoides.
En 1779, un sacerdote y fisiólogo italiano, Lazzaro Spallanzani, realizó un experimento en el que estableció por primera vez que para que un embrión se desarrollara, debía producirse un verdadero contacto entre el óvulo y el espermatozoide
En 1785 el cirujano escocés John Hunter realizó los primeros intentos de inseminación artificial humana, que dieron lugar al nacimiento de un niño sano ese mismo año.
En 1884 en Filadelfia, se logró el primer caso confirmado de inseminación artificial con semen de donante.
En 1891, Walter Heape fue el primer científico en recuperar un embrión preimplantatorio mediante el lavado del oviducto de una coneja; dicho embrión fue transferido posteriormente a una receptora, en la cual continuó su desarrollo normal. Este trabajo alentaría a la comunidad científica a desarrollar el cultivo de embriones en el laboratorio.
Finalmente, durante la primera y segunda década del siglo XX empezaría a desarrollarse la Endocrinología Reproductiva. Muy lejos quedaban ya los rituales mágicos y las invocaciones a los dioses.
La magia había cedido su lugar a la ciencia.
La fotografía que ilustra esta entrada es una estatuilla de la Diosa de la Fertilidad «Venus de Willendorf». Créditos: Ziko van Dijk.
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